miércoles, 18 de agosto de 2010

El "pobre" Pedro (1)

Quizás ya me esté cansando de mi mismo y de escribir desde hace meses en temas exclusivamente empresariales, a los que me gusta impregnar siempre que se puede, de un aroma humano y a lo mejor es por eso que me apetece de repente hacer al revés.

Al final, por muy grandes y complejos que sean los entramados económicos y las empresas, siempre acabamos siendo las “personas humanas”, como dicen los frikis de los programas del corazón, las que hemos de lidiar con todos los aspectos que en ellas se dan.

Como además, la actual situación económica, nos ha despojado de un montón de chorradas que ocultaban los verdaderos valores del alma, creo que es un buen momento para contar una historia real, de esas que pudieron ser contadas hace años, sin correr el peligro de ser “ñoña” o suficientemente sentimental, como para ser escuchada por los “débiles de gran corazón” que aún pululáis escondidos por ahí.

Es la historia de Pedro….

Pedro, es un señor que está en una céntrica oficina de una caja de ahorros en Zaragoza. Es una persona cuya sonrisa te atropella sin querer cuando te la cruzas en la ruta de las miradas, ya que normalmente vas pensando en tus líos y problemas cotidianos y te has desacostumbrado a ver caras amables sin pagar por ello.

Pedro, es generoso, simpático, buen conversador y tiene una expresión en su vieja cara que a veces duele de envidia, pero que tranquiliza el espíritu sólo con centrarse en ella un segundo. Qué diferencia con la mayoría de gentes con la que tratamos a diario. Es cierto que es ese tipo de personas de las que te ayudan sin querer, a tomar una correcta referencia de lo que realmente significa la palabra FELICIDAD.

Hasta aquí, ya podría catalogarse como noticia espectacular el conjunto de buenas cualidades que intento explicar de Pedro. Sólo que, se me había olvidado comentarlo, Pedro es un “pobre”. Un “transeúnte” o "indigente",en palabras más técnicas. Y es que no me da la gana quitarle las comillas a lo de “pobre”, porque de veras que si cualquiera de nuestros colegas, empresarios, políticos, colaboradores profesionales o amigos, tuvieran la mitad de felicidad en su mirada, otro gallo nos cantaría en esta loca sociedad.

Está en una oficina bancaria, sí. Pero en la puta calle, normalmente al lado de afuera de la puerta del cajero automático, que usa de dormitorio climatizado. Tiene sus pies delgados, limpios y desnudos posados sobre el terrazo de la entrada, buscando esos grados menos de frescor que debe dar en un agobiante Agosto por la tarde, esperando recaudar unas monedas de la gente que deambula por el centro asfáltico de la ciudad y que le depositan, una sí y cien, no.

La penúltima vez que lo vi, salía yo recogiendo mis billetes del cajero en la cartera y me lo encontré allí, mirándome con una sonrisa mágica que me contagió instantáneamente. Me di cuenta de cómo chirriaban algunos músculos oxidados de mi cara. Esos que se usan cuando simplemente quieres poner una expresión amable y ya casi ni te acuerdas.

Sin dejar de mover un milímetro su mano encarada al cielo, así con forma de cazo formado por su palma y dedos prietos que no dejarían escapar una gota de agua si se la llenases, me hizo un gesto hacia arriba con la cabeza y me dijo:

-“¡Jope!. Vaya calor que hace hoy!. Eh?..”

A lo que yo le respondí, - “Pues sí, la verdad es que sí..”

Y creo que no me he recuperado aún cuando él, cambiando a serio su semblante, como si me estuviera recibiendo en la puerta de su palacio y se le hubiera olvidado invitarme a pasar, me ofreció si quería “agua fresca”, enseñándome una botella de litro y medio ya “esmediada” (que dicen en mi pueblo), pero con el plástico mojado aún de la condensación de cuando hacía ya un rato, efectivamente estuvo fresca. Yo le respondí entrecortadamente:

-“No, gracias”.

Pedro, cambió un segundo su fugaz sonrisa a gesto preocupado de nuevo y me dijo:

-“Y patatas fritas?”, alargándome un paquete de esos de aluminio que están más llenos de aire que de alimento.

- “No gracias” le volví a repetir mientras él, hizo un rápido sube y baja de hombros con cara de “pues te jodes” y se dispuso a recoger en una bolsa, la idem de laminados aceitosos que ponía a mi disposición.

Turbado por el hecho de que este “pobre”, no me pedía nada, sino que me ofrecía todo lo que tenía y que cabía en dos bolsas del Eroski y una vieja mochila de las que llevan los niños al cole, metí mi mano en el vaquero y sin atreverme a mirarle a la cara por vergüenza, saqué unas monedas que le puse dentro de esa mano petrificada, que ni siquiera recogió delante de mí, probablemente para no descubrir en público su “caja fuerte” oculta, donde guardaba las otras ya recaudadas. Supongo que me lo agradeció con una expresión amable que me perdí por “tímida gilipollez” o viceversa (¿“gilipolla timidez”?).

Me despedí de él sin saber siquiera quién era ni como se llamaba, pero necesité un par de cañas para dejar de pensar en lo que me había ocurrido y cuando reconté en frío el valor de la calderilla que le había entregado, me volví a odiar, ya que no pagaban ni el agua ni las patatas que él me acababa de ofrecer así, sin anestesia ni nada.

Continuara…..

3 comentarios:

  1. Nos hacen falta más historias como esta, reales o ficticias ... ¡que más da!. Si son reales te reconforta e inquieta a la vez contarlas y escucharlas. Si son ficticias te hacen reflexionar sobre lo que de verdad pasa, porque la realidad supera siempre a la ficción. Un abrazo Jose Luis.

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  2. Esta es la cruda realidad de lo que está pasando en nuestro querido pais. Tenemos a nuestro lado mucha necesidad pero no nos damos cuenta hasta que leemos artículos como este que nos hacen reflexionar durante unos instantes pero a continuación todo vuelve a ser como antes.

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  3. Leer una historia como la de Pedro ante el cotidiano desayuno de este domingo te puede quitar el apetito orgánico pero te despierta el apetito emocional, ese que nos empeñamos en matar a golpe de competitividad, profesionalidad,rentabilidad... Gracias José Luis por recordarnos que los bocados exquisitos son otros.

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